miércoles, 14 de febrero de 2018

Los años de latón

Foto: @zuhmalheur
¡No son molinos! ¿O sí? Puede que nos estemos estrellando una y otra vez ante nuestra mísera realidad, esa a la que nos hemos acostumbrado. Esa que nos han impuesto haciéndonos creer que, como sociedad, nos merecemos. Toma tu vida, acéptala. No hay otra... Pero sí. Y no son ilusiones vagas de un hidalgo enloquecido; tan solo que nunca querrán que las ilusiones se conviertan en realidad. Queremos luchar contra gigantes y vencerlos.

En la España del siglo XXI (y no en la del siglo XVII) reside la picaresca. La especulación, el robo calculado y retransmitido en directo, la absolución del culpable, la aceptación popular, la claudicación ciudadana. La Historia sigue siendo la misma. Tenemos un rey que no gobierna pero que se entromete, unos validos poco válidos, una burocracia insalubre, unos voceros perniciosos y una ciudadanía a la que quieren adormecer pero que a veces levanta su voz ante la injusticia y la mentira. El Siglo de Oro, nuestra época de esplendor en la cultura, coincidió con una sociedad de tahúres, pícaros y engañifas. Ante esas luces, vivimos en los años de latón, donde el valor del mérito personal es menos que cero. No es que la Historia se repita, es que es aún más cruel con el estado llano.

Para eso y para muchas cosas más acudieron los chicos de El Dislate Teatro al sevillano TNT-Centro Atalaya (qué suerte tenemos de tener un espacio como este, referente de las artes escénicas a nivel nacional) junto con su último montaje. No son molinos, original de Daniel Reyes y Diego Jimeno es un puente entre dos mundos distantes en lo temporal y cercanos en lo emocional. Un texto que usa clásicos como El alcalde de Zalamea, Fuenteovejuna o La vida es sueño para alcanzar a comprender que vivimos en un mundo no tan distinto a la de la España del siglo XVII. Bueno, quizás más despiadado, más amoral, más indigno. La traslación de un personaje de esa España imperial a un entorno hostil como es nuestro hoy, desnuda las miserias de un país, de un todo. La picaresca es nuestro modo de vida, no lo podemos remediar.

Pero es de agradecer personajes como los de Alfonso Quijo o Sánchez. Amables, sensatos, quizás algo ingenuos, pero bendita ingenuidad cuando hay zarpazos ahí fuera por sobrevivir. Tiran de ingenio para continuar in hac lachrimarum valle. Y a pesar de todo, subsiste el humor. Alabado sea. Porque uno de los valores de los españoles es saber tomarse las desgracias de forma que podamos darle la vuelta. Y ahí el humor funciona como catarsis colectiva.

No son molinos es una obra fascinante, pedagógica, dinámica, acreedora de todo lo bueno que tiene la escena española. Usa la música diegética para hacer calar mejor el mensaje, el plantel actoral busca en los recovecos de sus personajes la forma de reflejarnos en esos arquetipos (el ciudadano medio, la burocracia inane, las fuerzas de seguridad que aseguran poco, el Estado del ¿Bienestar?). Y por encima de todo, el tema universal: el amor. ¿Nos salva el amor de ser cómo somos? Para Alfonso Quijo es así. Y es que No son molinos es un juego de espejos donde podemos ver el lado menos luminoso de todos nosotros como sociedad. Es una llamada de alerta. No es que cualquier tiempo pasado fuera mejor, es que lo peor aún está por llegar. Y ahí, el montaje de El Dislate Teatro es certero en su aproximación al texto original. Gozamos con una obra que debe girar por toda España, por centros educativos, por centros sociales, por teatros pequeños y grandes, porque este teatro es necesario, es urgente, es vital. Lo es si no queremos ser aprisionados por más años de latón.

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