miércoles, 19 de octubre de 2016

El fin del mundo hizo noche aquí

Hoy se cumplen 51 años de la Riá de Chiclana, el desbordamiento del cauce del río Iro a su paso por el casco urbano que cambió interior y exteriormente al municipio y a sus ciudadanos. Hace un año, la editorial Navarro publicaba Barro y lágrimas, compilación de relatos sobre la efeméride y tuvieron a bien invitarme a incluir un texto de mi autoría. He aquí:

EL FIN DEL MUNDO HIZO NOCHE AQUÍ

Amenaza tormenta…

Es un alivio que tras tantos meses de sequía vaya a llover algo. El campo lo necesita, la gente lo espera, incluso los santos son interpelados en busca del milagro. Sequía pertinaz. Desastre económico. Es curioso como el agua marca nuestras vidas, desde nuestra misma concepción como especie y como seres individuales, hasta el mero discurrir de nuestra vida en comunidad. Si hay poca agua, malo; si hay mucha, peor. No sabemos aplicar la justa medida, quizás porque en este caso, no tenemos poder de decisión.

La tormenta se desata…

Es 27 de noviembre. Estamos a un mes escaso de cerrar 1998 y llueve a mares. Mi padre ha estado ordenando una caja de recuerdos familiares; entre ellos, unas fotos antiguas de cuando la riá de Chiclana. Yo nací precisamente ese año, el año en que el pueblo salió en los papeles. Pero lo hice lejos de aquí, en Sevilla, donde mi madre servía en casa de unos señores. Allí la sorprendí al nacer un mes antes de que saliera de cuentas…

Sábado 9 de octubre de 1965
Querida Ana:
Te escribo la presente para preguntarte cómo estás tú y el niño. Yo estoy bien. Hoy después de amanecer, me he ido a la bodega como cada día para ganarme el jornal. Hemos estado arrumbando botas porque nos han ordenado hacer sitio para un nuevo cachón que viene de Jerez.
Yo estoy bien. Tu madre me trata bien, no me falta de ná, pero se te echa de menos en la casa. A ver si pido unos días de permiso y puedo ir a Sevilla a verte.
Cuéntame al recibo de la presente si todo va bien con el niño.
Muchos besitos,
Ángel.

Martes 19 de octubre de 1965
Querido Ángel:
Vente cuando puedas para Sevilla porque yo creo que este niño se me va a adelantar. Tengo muchas molestias y la señora me ha dicho que descanse, no vaya a ser prematuro. Iré al sanatorio a hacerme pruebas para ver qué me pasa, pero no me siento muy católica.
Espero que todo vaya bien por allí y que mi madre te trate bien. No te aperrees mucho con el trabajo que para el jornal que sacas mejor no complicarse la vida.
Te quiero mucho mi vida.
Siempre tuya,
Ana.

Mis padres se querían con locura. No eran una pareja convencional de la Chiclana de entonces. Tenían sus demostraciones de afecto públicas. Francamente, no parecían de esa época. Mi padre había visto “mundo”, todo el “mundo” que se puede habiendo trabajado para las bodegas jerezanas. Había visitado otras provincias con su jefe, un adelantado a su tiempo que creía en la innovación en el mundo del vino. Gracias a él, Ángel, mi padre, sabía de otros tipos de uva, de otros modos de trabajar. Se convirtió en el chico para todo de su bodega… Pero cambió la dirección y mi padre se fue al paro. No tardó en encontrar acomodo en una bodega de Chiclana gracias a que conocía al capataz. Volver a empezar… y con un chiquillo en puertas.

El día del fin del mundo Ángel tenía la cabeza más puesta en Sevilla que en su faena. Trabajaba por automatismo. Mover botas de una pieza a otra, repellar una pared de la solera que estaba en mal estado, visitar de vez en cuando el embotellado para arrimar el hombro con los compañeros… aunque a él lo que le gustaba era cuidar de su pequeña viña que había comprado con tanto esfuerzo cuando las cosas le iban un poco mejor. Sus mimadas vides a las que dedicaba tanto cariño como a su mujer. Podaba, cuidaba de que no tuvieran el bicho, las acariciaba, hasta les susurraba, dotándolas de una personalidad que él no dudaba que tuvieran… Quería cortar su uva, quería recoger su fruto. Era trabajo de más, pero él le sacaba horas al día para que todo lo importante de su vida fuera atendido como es debido. Ángel se encariñó especialmente de una vid pequeñita, retorcida pero que en su primer año creció con vigor, con unos esplendorosos pámpanos y que a la larga daría un fruto redondo, carnoso, reluciente bajo el sol gaditano. No sabía por qué aquella planta le llamaba tanto la atención. Quizá porque, como si de un niño pequeño se tratase, la había encaminado hasta crecer de forma adecuada, educándola, buscando que en un futuro le diera alegrías. Cuando estaba agobiado por todo, mi padre se asomaba a su pequeña vida en su recoleta viña, su lugar de evasión, el sitio donde entre cigarrito y cigarrito, caminaba pensando en un futuro incierto, pero al que él le ponía siempre una sonrisa… La sonrisa de Ángel. La sonrisa de un soñador.

Sevilla estaba lejos. Ana cerca. A su lado, tratando de apacentar los nervios primerizos de un padre al que todo esto le cogía por sorpresa. No quería perderse el nacimiento de su hijo, pero la necesidad obliga y él está el primero en su puesto de trabajo. Caen gotas sobre una Chiclana de color ceniza y de caras largas presagiando un otoño que se cierne sobre el pueblo. “Estas nubes no barruntan bueno” dicen en la tasca donde los empleados de la bodega ahogan en una caña de fino sus cuitas cotidianas.

Toca volver a la faena con el recuerdo en la cabeza del niño que viene. El trabajo se acumula pero él sigue siendo un automatismo viviente. Recibe órdenes y las ejecuta, no por nada es el trabajador más reconocido por los jefes.

-Este año la solera se está portando -, presume Manolo, el capataz con más de veinte años de carta de servicios para la bodega.
-La vendimia ha sido buena y tras los trasiegos, vamos a tener un fino buenecito –apunta un Ángel, alimentando las esperanzas de su compañero. –Menos mal que este tiempo no lo tuvimos en junio ni antes del corte de la uva, que si no… - musita ante la incipiente lluvia que asoma por las alturas.

El cielo se encierra en sí mismo, casi engulle las nubes escupiendo agua a niveles moderados. “Dicen que en Medina está cayendo tela de agua”, claman por el patio de la bodega centenaria. La gente empieza a preocuparse porque hoy la faena la corta el agua. De eso están seguros. El problema vendrá mañana cuando los jefes ordenen que lo de hoy se junte con lo de mañana. Esa preocupación no le hace torcer el gesto a un Ángel que vive por y para su mujer y su niño.

-Verás cuando lo tengamos, chiquillo –le decía Ana la última vez que se vieron. –Al niño lo mandaremos a estudiar fuera, va a ser el primero que estudie en esta familia. Las cosas están cambiando Angelín-… Ana, toda una luz de optimismo.
-Ya nos preocuparemos de eso cuando crezca, mujer. Primero te tienes que cuidar, tenerlo sano y ya Dios nos ayudará a criarlo. Trabajo no me va a faltar.

Ángel tiene que dejar la faena. Sale fuera y observa con recelo la calle, inclinada en pocos grados pero lo suficiente para ver cómo empieza a formarse un torrente que va a desaguar en la parte baja del pueblo. Los compañeros están pidiendo permiso para irse con sus familias. Ángel no. Él se queda a ultimar con Manolo y los pocos que ya quedan allí, la defensa contra el agua. “Que no entre en la solera, por lo que más queráis” se grita bajo la reparia desnuda de la entrada. Ángel se pone manos a la obra y encajona en la puerta una tabla lo suficientemente alta como para impedir el paso furioso del agua, que alcanza ya niveles increíbles.

-¡Mecagüentó! Si tampoco está lloviendo tanto-, maldice Manolo poniendo los brazos en jarra y sin creerse del todo lo que se les viene encima.
-Toda el agua está cayendo en Medina. Dicen que el río va llenito. Esto no va a traer bueno, compañero-, sentencia un Ángel que pierde su mirada en el cauce sigiloso pero amenazante que se forma delante de él.

Ana empieza a tener dolores. Está en el sanatorio. También está preocupada: por ella, por su niño y por un Ángel del que hace días que no sabe nada. Empieza a tener contracciones cada vez más seguidas y la matrona decide intervenir… Ya está más cerca. Ella lo siente. Ella lo quiere tener ya entre sus brazos. Por la ventana, mira hacia un horizonte ciego pensando en su Angelín, creyendo que ya estará en casa de su madre almorzando. Ya pronto estaremos juntos los tres…

Chiclana se desborda. Las aguas bajan revueltas, el río no puede más, las calles acogen el torrente malhumorado, los rápidos que se forman en cada esquina, los torbellinos llenos de sedimento y de maleza que vienen desde más arriba. La población comienza a sentir el pánico mientras que el suministro eléctrico falla clamorosamente en todo el pueblo. La ayuda tarda en llegar, las carreteras tampoco están en el mejor estado, aunque la alerta ya se ha dado a nivel provincial. Chiclana sufre bajo un manto líquido inesperado mientras que los vecinos tratan de achicar el agua de sus casas con los escasos medios de los que disponen. En escasos minutos todo se va a ir por un gran sumidero: las esperanzas, las pocas alegrías, los pequeños negocios, las ansias de mejorar. Los chiclaneros ven anegado su presente. No hay futuro posible. Todo se nubla.

Las calles del centro son un lago de reciente formación. Todo lo que podría salir mal, ha salido. Los servicios de emergencia llegan primero en rústicas barcas, mientras la Cruz Roja intenta socorrer a los damnificados. Afortunadamente, no hay heridos ni muertos. La gente se santigua en busca del milagro. “Dios nos ha abandonado… ¿Dónde estará mi hijo?”. Una señora que cuenta ya los escasos años que le quedan de vida, resiste heroica el temporal y echa una mano en lo que puede. Saca mantas, las sube hacia el techo de la vivienda que habita junto a tres familias más, en busca del alivio de los dolientes. Un rayo de luz en medio de muchas preguntas sin respuestas.

Ángel no da abasto. Trata de salvar la situación en la solera. La bodega ya da por perdida la tonelería. Diego, el maestro en dar forma a las botas, llora por tanto trabajo que se lo ha llevado por delante el agua. Maldice la mala suerte que ha corrido su taller ante ese cielo que empieza a abrirse buscando el azul perdido durante horas. Ángel aún tiene tiempo de consolarle y de pedirle sus manos encallecidas para ir moviendo unas botas que estaban preparadas para ir a las criaderas. Las traslada rápido, casi por intuición, pero no impide que finalmente la fuerza del torrente entre sin llamar a la parte más sagrada por todos en aquel edificio.

-¡Que se pierde la solera! -, aúllan con dolor. Ángel ya no sabe qué hacer. Se mesa los cabellos, no quiere creer lo que está viendo. Piensa en su viña, en su vid pequeñita, en lo que sufre rodeada de tanto charco…
“Ana… Supongo que estará bien allí en la casa de los señores”. Ajeno a todo, Ángel zozobra con la bodega. Mi padre ha hecho todo lo que ha podido y aunque no la tenga al lado, busca la aprobación implícita de mi madre…
“Ángel tiene que estar deseandito de verme con el niño”. Los dolores atenazan cada vez más a una parturienta que no ve el final del día. La señora ya se ha ido a su casa. Ana se queda a solas con sus dolores.

Una media bota sale por la puerta. Lenta, pausada, navegando sobre metro y medio de agua. Abandona la bodega en dirección hacia la zona baja del pueblo donde la agonía campa a sus anchas. Ya no llueve pero los rostros de muchos chiclaneros se ven humedecidos por las lágrimas a las que no pueden poner fin. La media bota de buen roble americano surca por las calles cercanas sorteando toda clase de objetos que la riada ha ido acumulando con el paso de los minutos. Una media bota vacía que Ángel tendría que haber trasladado para ponerla a buen recaudo, pero que sin embargo, se ha escapado para vivir otras vidas toda vez que ya no servirá para su función. Nadie repara en ella a excepción de un niño de unos 12 años, rubio y de ojos azules que llora porque no entiende qué ha pasado. No quita la vista de la media bota añeja, que iba a vivir una segunda, tercera o cuarta vida en un cachón que Ángel tenía intención de preparar en los próximos días. Pero ya no habrá futuro para esa vieja media bota de roble americano que danza entre las aguas, chocando contra ramas, muebles viejos e ilusiones rotas.

Mi padre, junto con cuatro o cinco compañeros, está en la azotea de la oficina de la bodega. La mirada perdida, los ojos vacíos, solo surcados por lágrimas. Se preguntan el por qué sin esperar respuesta a cambio. Por primera vez en mucho tiempo, mi padre no sabe cómo actuar. Su mecánica mente no es capaz de asumir lo que en poco tiempo ha sucedido en su pueblo. Solo tiene tiempo para pensar en que puede que no quede futuro.

“Y, ¿cómo estará mi Anita? Lo poco que le queda ya para parir. Las ganas que tengo que acunar a mi niño en los brazos”…

Ana sigue soportando lo indecible. Las fuerzas se las da Ángel a unos cuantos kilómetros. Quiere ver su cara surcada de arrugas prematuras, demasiadas para lo joven que es aún su marido. Quiere recorrer el moreno de su piel labrado por las horas y horas de trabajo bajo el sol, las manos pobladas de callos por el trato con la vieja y sabia madera y las tijeras de podar. Anhela poder besarle cuando él llegue todos los días después de la faena. Desea más que todas las cosas del mundo, prepararle el potaje de tagarninas que a él tanto le gusta, porque es en esos pequeños detalles donde Ana, mi madre, la que manda en esa casa, empieza a sentirse libre, mandando sobre sí misma sin ser tutelada por una señora a la que le importa muy poco su vida.

Pero Ana sigue luchando. Las contracciones ya son prácticamente consecutivas. La matrona decide comenzar…

El ejército, los bomberos de las zonas colindantes y los voluntarios de Cruz Roja arriman el hombro. Los chiclaneros empujan con toda su solidaridad. La noticia ya ha llegado, gracias a los teletipos, a todos los rincones del país. Ahora tocan las horas de penumbra, porque la noche se acerca y todo se vuelve negro.

Esperar…

Ángel no abandona la bodega. Será el último en hacerlo. Sus compañeros tampoco. Han decidido no salir y comprobar el estado de las instalaciones una vez las aguas decrezcan. Les va a costar recuperar el ritmo de trabajo habitual. Pero mi padre no es de los que flaquean. Hoy todo lo ha visto perdido, pero siempre tiene la visión de que las cosas pueden ir a mejor… después de haber saboreado la amargura de la tragedia. Tocará echar horas para restablecer el orden. Mi padre odia no tener el control. Mi padre desearía estar a unos cuantos kilómetros de allí.

El alarido se escuchó en todo el ala del sanatorio. La matrona trata de calmar a la futura madre, que suda por los cuatro costados. No aguanta ya. Quiere ver a su primogénito. Busca su primer aliento, sus primeros latidos, desea tocar su prematura piel de recién nacido. Ansía tener a su lado a su marido.

-¡Empuja cuando yo te diga, Ana!... ¡¡Yaaaa!!

A punto de desfallecer, mi madre reúne fuerzas de donde no las hay para tratar de darme un nacimiento como es debido. Me hago de rogar… Complicaciones. El cordón umbilical se me ha enredado en el cuello. La matrona recula y busca soluciones. Viene otra partera y un ginecólogo. La situación se agrava. Se preparan equipos médicos como una modesta incubadora y una botella de oxígeno, por si las cosas siguen yendo por mal camino.

-¡Empuja de nuevo!

No puede más. La valiente madre sufre por su hijo. Sufre por mi. No sabe a dónde agarrarse con tal de tener los arrestos suficientes para alumbrar al tesoro que va a iluminar su casa. “Angelín, te necesito más que nunca… ¿Dónde estás, chiquillo?”. Ana está cansada, no puede más. Oye que el niño viene con problemas. Está asustada y no quiere ni mirar. La matrona trata de calmarla pero ella llora, desfallece, pierde las fuerzas y casi el alma en un último grito de dolor que rompe el quirófano en dos. Sale el niño. Busco respirar para llenar mis pulmones, pero el aire no me alcanza a la vida. El médico actúa con presteza y trata de cortar el cordón que me ahoga. Me liberan de mi prisión, pero no respondo. Estoy lívido. Hay líquido amniótico por todas partes. Mi madre está encharcada en sudor y lágrimas. No quiere ver. No quiere comprender.

Hora de la muerte: 20.41 del 19 de octubre de 1965.

Ana cogió a su pequeño en brazos. Notó a pesar de la frialdad, que tenía rasgos de mi padre. Hasta una pequeña marca de nacimiento blanquecina en el cuello en forma de media luna… Mi padre no llegó a conocerme. Se encerró en si mismo, en una cárcel de la que tardaría mucho en salir. Se culpaba de lo sucedido por no estar a la vera de Ana. Aquel día de catástrofe comunitaria para el pueblo de Chiclana, fue un día de tragedia personal para la familia. Volvieron a intentar tener otro hijo y lo consiguieron un par de años después… Pero aunque Ángel quería cerrar la puerta a ese pasado, Ana seguía insistiendo en mantener vivo mi recuerdo.

Hoy, tres años después, Ángel visita su viña. Con mucho esfuerzo consiguió recomponer lo que la riada del 65 se llevó. Ahora toca reemprender la marcha junto a Ana y el pequeño Julián, mi hermano al que no pude conocer porque apenas comencé a vivir cuando ya empecé a decir adiós.

Hoy Ángel se ha dado cuenta que la viña a la que tanto cariño le ha cogido tiene en la cepa una extraña marca blanca en forma de media luna. Y sin saber por qué, eso le hace sentirse mejor.


Junio 2015


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