domingo, 19 de abril de 2015

La moralina de los idiotas

Busca el teatro indagar en la psique humana... A veces. Porque en ocasiones buscamos la evasión, la diversión, desencajar la mandíbula e incluso en esos momentos, también el teatro nos enseña. Así de agradecido es. Me niego a creer que una obra, por pusilánime o ligerita que sea, no posea un carácter pedagógico. De todo se sacan enseñanzas... y de lo malo, más.

Conocíamos la historia de La cena de los idiotas por la obra original de Francis Veber, que posteriormente fue llevada al cine por él mismo con gran éxito de taquilla. Varias adaptaciones con elencos estelares hemos visto por estos lares en los últimos años y siempre el público ha dado sus bendiciones a este texto que habla de lo imbécil que podemos ser en determinadas circunstancias con un personaje central -Pignon-, eje de la propuesta y dardo de nuestras miradas. A Chiclana ha llegado la versión de EscapARTEatro, compañía sevillana que aunque sale airosa del envite (con aprobado raspado), enseñó ciertas limitaciones achacables a defectos propios y también a los ajenos.

Foto: EscapARTEatro

La puesta en escena de Ana Peciña para el colectivo sevillano se adapta bien a un texto que debe ser tomado por el plantel de actores con ciertas cautelas. Es un libreto en el que el humor tiñe toda la función y en teoría, no debe dar descanso al espectador. Funciona así en algunas versiones ya vistas, pero no tanto en esta. El humor francés a veces no está bien trasladado al modo de ser español y lo que allí puede resultar gracioso, aquí se transforma en broma fácil, entretejida con tópicos y con modismos mil veces ya vistos (las referencias al fútbol patrio, por ejemplo). El problema de la versión de EscapARTEatro es que hay un desnivel importante en la actuación entre actores que acaparan el protagonismo y los que son meramente episódicos. A otro nivel, también entre Morán (el idiota) y los demás personajes. Éste se nos presenta como la estrella de la función y está resuelto de forma eficaz, aunque notamos que cuando pierde protagonismo en el tercio final de la función, el dinamismo y el ritmo de la obra decae alarmantemente.

El humor. Qué difícil es hacer comedia. Comedia fina, bien trenzada, bien pensada, de esa que te deja con ganas de más, con el sarcasmo y la ironía por bandera y no la trazada con el humor a granel. De esa tenemos poca en La cena de las idiotas (el libreto) y sí cantidades industriales de la segunda. El problema es que la obra y la función ganarían enteros con un final en el que el idiota se trastoca en hijoputa pero eso no sucede en este texto. Tanto Veber como sus adaptadores prefieren el happy ending edulcorado antes que sacar la bestia parda que Pignon/Morán llevan en su interior. Precisamente ahí es cuando peor cae el personaje al cual le hemos tenido las mayores simpatías durante toda la obra. Y es entonces cuando caemos en que la moraleja nos hace idiotas, amigos.

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