martes, 16 de junio de 2009

EL ALCALDE DE LA CALLE CASTRO



U
n fin de semana da para mucho, incluso para que una película te haga pensar. La tarde del domingo es propicia para perder el tiempo y qué mejor forma de hacerlo que viendo buen cine. En este caso el DVD era de la película Mi nombre es Harvey Milk. Para aquellos que estén perdidos, ese hombre, ese nombre, es el del primer homosexual abiertamente declarado que alcanzó un cargo político de relevancia en Estados Unidos. Lo llamaron el alcalde de la calle Castro. Ocurrió en 1978, el mismo año de su muerte... por asesinato. Hace poco, muy poco.

El papel de Milk lo interpreta de forma soberbia Sean Penn. Ha ganado el Oscar al mejor actor por este papel y lo cierto es que es algo merecido. Pero más allá de conclusiones cinematográficas, este filme deja en el aire ciertas premisas para el análisis y la discusión. Un homosexual en política. Hoy es rara avis. Que yo recuerde, en cargos importantes no hay ninguno en España y pocos, muy pocos en Europa y el resto del mundo (quizás la primera ministra de Islandia, lesbiana fuera del armario hace años). En España sí que se ha avanzado algo en otras esferas de la sociedad. Militares, jueces, periodistas e incuso curas, que han declarado su condición sexual y que viven con cierta normalidad este hecho, pero la política se escapa a este hecho. El ejemplo de Milk no cunde, quizás por ese miedo, esa represalia que puede llegar en forma de anatema social, ese rechazo que aún destila la figura de un homosexual, aunque el colectivo quiera librarse de la imagen díscola y frívola que ha arrastrado.

Ahora que se acerca el mal llamado Día del Orgullo Gay (¿sólo se está orgulloso en ese día?), iniciado precisamente por un el Discurso de la Esperanza que Milk pronunció en San Francisco un 25 de junio de 1978, cabe recordar la herencia de esta figura. El activismo homosexual dio sus primeros pasos con su lucha contra el stablishment político, dominado entonces por los primeros aleteos de la oleada neoconservadora que en los 80 tuvo su principal defensor en Ronald Reagan. Milk, más que luchar por un puesto de concejal (o supervisor, como lo llaman en Estados Unidos), quiso abrir una grieta en el muro del odio y la indiferencia. Y lo consiguió, tanto como para tumbar una iniciativa republicana liderada por el senador John Briggs, por la cual se pretendía restringir al mínimo los derechos laborales (y por ende, sociales), de los gays. Briggs salió perdedor y la comunidad gay vio la luz al final del guetto.

Pero, lo que entonces parecía una cantinela ya pasada de moda, hoy, tres décadas después, sigue sonando en nuestros oídos. La familia, Dios, los hijos, la decencia, la moral... Conceptos que son usados y tergiversados para enfrentarse a todo lo “pernicioso” que representan los gays y lesbianas. Háganse una pregunta, ¿por qué Dios sale siempre a relucir cuando se habla de ciertos derechos (humanos)? ¿Por qué la religión sigue teniendo ese poder coercitivo y castrador hacia ciertas libertades como la elección sexual de cada individuo? Treinta años después, tres décadas de lucha colectiva por una igualdad sexual, con miles de historias terribles tras la ocultación de gays y lesbianas, con el cadáver de Harvey Milk aún caliente, los gays, más allá de la pluma y el cachondeíto de las carrozas del Orgullo, siguen con trabajo pendiente. La cuestión es si el resto de la sociedad puede echarles una mano en su lucha.

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